La influencia de Mussolini
en el primer campeonato del mundo obtenido por Italia
Por: Fernando Araújo Vélez
Federico Fellini lo recordó como era, inmenso, apoteósico
y tenebroso, un monumento viviente a la locura del poder, una pesada marcha de
toscas y siniestras melodías. “De repente, luego del himno y cuando los equipos
estaban en la cancha, escuché un murmullo. Entonces levanté la mirada y vi a
Mussolini entrando al palco principal.
Estaba con Giovanna, la menor de las princesas de la casa
real de Saboya, una niña bellísima que se veía feliz por estar en aquella
fiesta. La imagen de ella era todo lo opuesto a la de Mussolini, robusto, con
su cuello de toro y su cabeza totalmente afeitada que impresionó a todos cuando
se sacó una gorra. Fue ahí cuando la multitud empezó a gritar Duce, Duce,
Duce…”.
Por aquellos tiempos Fellini era apenas un niño. Sus
padres lo habían llevado a la tribuna principal del estadio Nacional Fascista
de Roma porque los partidos de fútbol del Mundial eran un espectáculo que nadie
con buen juicio y algo de estética podía perderse. Él vio a Italia
representada por 60 ó 70 mil hinchas, a su Italia, oscilante entre el pánico y
la pasión cuando la Selección salió al campo y se formó, impecable, para
escuchar el Himno al Sole de Giácomo Puccini. Aplaudió, como todos en la
tribuna, y dudó segundo más tarde, cuando detalló a los jugadores de
Checoslovaquia y pensó que, tal vez, por esas cosas del fútbol, hasta podrían
ganar la Copa.
Sus temores se acentuaron a los 70 minutos, cuando Puc
anotó el 1-0 a favor de los checos. Él fue uno de los miles que calló, y
uno de los miles que luego se dejó arrastrar por el delirio de las masas que
creían y creerán que el fútbol es la patria con el empate de Raimundo Orsi, uno
de los argentinos nacionalizados por Mussolini. Luego llegaron el tiempo extra
para definir el campeón, una obra maestra de Guaita y el gol triunfal de
Schiavio, el título, la Copa levantada por los camisas negras, el saludo con el
brazo derecho al Duce, una vez más el himno de Puccini y unas cuantas lágrimas
de miedo liberado.
Más tarde, muchos años después, Fellini y tantos otros
sabrían lo que en realidad ocurrió antes y durante aquella Copa. Sabrían
que a Luis Monti lo amenazaron para que jugara en y por Italia, que Benito Mussolini
había organizado un grupo subterráneo cuyo único objetivo era obtener el
título, que sus subalternos habían comprado árbitros, rivales y directivos, que
al técnico italiano, Vittorio Pozzo, le habían dicho : ”Señor Pozzo,
usted es responsable del éxito, pero si fracasa, que Dios lo ayude”, y que a
sus jugadores les habían prometido hasta el cielo si ganaban, pero si no,
habrían tenido que esfumarse.
La Copa del Duce se inició en 1929, cinco años antes de
que comenzara a jugarse, en las oficinas de don Jules Rimet, París, y con la
decisión unánime del comité de la Fifa en el sentido de que Italia debía
organizar la segunda Copa del Mundo. Desde entonces, los preparativos fueron
metódicos, casi perfectos. Jugadores, sedes, jueces, calendarios, etc, todo
pasaba y se decidía en las oficinas de Mussolini, previo estudio y organización
del general Vaccaro (presidente del Comité Olímpico Italiano) a quien el Duce
le había dicho: “No sé cómo hará usted, general, pero Italia debe ganar el
Mundial”.
Los primeros partidos fueron un simple trámite. La
squadra azurra goleaba a cuanto rival enfrentaba (Estados Unidos, Francia,
Hungría y Estados Unidos de nuevo en octavos de final). Su primer obstáculo
serio fue la España de Ricardo Zamora e Isidro Lángara. Luego de un extenuante
partido de 120 minutos igualaron a un gol, tantos de Lángara y de Orsi. La Fifa
programó una revancha para el día siguiente que Mussolini no quiso dejar
en manos del fútbol o del azar. Por ello ese día, muy temprano, citó al general
Vaccaro, que lo tranquilizó con un lacónico “todo está solucionado”. “Todo” era
el árbitro, un señor de apellido Mercet a quien el Comité de Asignaciones de la
federación designaría en menos de una hora. “Todo” fue su actitud, entregada,
miserable, descarada a favor de Italia, que terminó por vencer a los españoles
con un gol de Giuseppe Meazza.
Italia derrotó después a Austria 1-0 para acceder a la
final, sin mayores contratiempos ni la necesidad de torcerle el rumbo al
destino. La final fue a otro precio, al precio de Benito Mussolini, un precio
que tenía más de amenaza que de liras, y mucho más de sangre y destierro que de
cualquier otra cosa.
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