No recuerdo exactamente cómo
fue que decidí aceptar la tarea, pero si les puedo asegurar que el primer día
como ayudante de Papá Noel no fue precisamente como esperaba.
Pensé que él me daría un traje
rojo y que yo debía estar bien entrenado para bajar por las chimeneas sin
despertar la más mínima sospecha. Pensé que el jefe me daría unos renos mágicos
y que mi trabajo sería sobrevolar los tejados de un barrio de pibes
afortunados. Quizás había visto muchas películas y por eso me costaba mucho
imaginar la Nochebuena de otra manera.
Faltaban pocos minutos para la
medianoche y todos los ayudantes estábamos listos para recibir las
instrucciones. A mí, sinceramente, me preocupaba el hecho de que no me hayan
dado siquiera una barba blanca como para identificarme en caso de surgir
cualquier inconveniente.
Todos los presentes recibimos
las asignaciones. El tiempo se detuvo. El jefe, al que veía por primera vez, me
dio una pequeña bolsa, un papel con una dirección y me palmeó la espalda
sonriendo con una expresión que me hizo olvidar las pequeñas cuestiones que me
venían preocupando.
Me había tocado un edificio
gris bastante alejado de las luces del centro. El reloj se había clavado cinco
minutos antes de las doce y llegué al lugar sin recordar exactamente el camino
que había tomado.
Sin el traje, ni los renos, ni el trineo que yo imaginaba debía estar conduciendo, aquella noche: aparecí en una habitación enorme donde un centenar de camitas se disponían en filas de dos. Todo estaba tranquilo, el silencio de la habitación sólo se cortaba con la cadencia de mis pasos invisibles haciendo eco en los techos altísimos y las paredes limpias de todo color.
Comencé a sentir que algo
andaba mal. Teniendo en cuenta el número de camas, habría allí cerca de cien
chicos, y yo sólo tenía una pequeña bolsa -¿Será una prueba para los
principiantes? pensé.
El tiempo seguía detenido y yo ya estaba junto a un árbol de Navidad tan improvisado como hermoso. No se parecía mucho a esos que se pueden ver en las vidrieras. En rigor de verdad, sólo el que lo mirara con buenos ojos podía llegar a adivinar un árbol de Navidad en aquella mata de pasto seco, pero al menos me sirvió para saber dónde debía dejar el regalo.
No pude resistir la necesidad
de averiguar si se trataba de un error y abrí la bolsa para ver si había una
carta o algo que explicara la situación. De hecho, tal vez las bolsas se
confundieron y en este momento algún pibe estaba recibiendo cien regalos. Los
nervios jugaron a favor de mi torpeza, ya que mientras pensaba en todo aquello,
el contenido de la bolsa cayó al suelo sin que pudiera evitarlo. En ese preciso
instante los relojes volvieron a funcionar.
¡Qué mal comienzo! Dije casi
con un grito inevitable. Sólo una pelota, esa que ahora se alejaba de mis pies
por el largo pasillo, era el regalo que Papá Noel había pensado para todos
estos pibes.
Permanecí inmóvil junto al árbol y las puertas de la habitación se abrieron de par en par. Se encendió una luz que iluminó todo el salón y los pibes entraron en estampida dando saltos y corriendo hacía lo que era su regalo en aquella noche tan esperada.
¡La pelota! Gritaron. Yo estaba
confundido. No parecían desilusionados. No corrieron hacia las ventanas para
tratar de ver el instante justo en que los renos, que yo no tenía, tiraban del
trineo, que tampoco me habían dado, para cruzar el cielo de la Nochebuena.
Alguien se detuvo a mi lado y
me dio las gracias. Yo me asuste, pensaba que nadie podía verme. Tuve vergüenza
y traté de excusarme.
-Miré, yo... es mi primer día, seguramente las bolsas se confundieron... -
El hombre sonrió y no permitió que yo siguiera explicándole: -No se preocupe amigo. Los chicos querían la pelota. Por un momento pensé que nadie se acordaría de ellos.
Yo continué diciendo: -Pero son muchos, seguramente van a querer saber de quién es el regalo.
Él trató de calmarme: - De
todos, no hay problema con eso. Ellos están acostumbrados a compartir todo. En
lugares como estos lo primero que aprenden a compartir son las tristezas,
imagínese que no van a tener problema en compartir una alegría.
Yo me sentí muy extraño, estaba
confundido, y decidí marcharme. Cuando estaba cerca de la puerta, aquella
persona me tomó del brazo y me dijo: -Oiga, ¿se va a ir sin que le paguen?
Aquella situación me confundió aún más: -¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre?
- ¡Eh, no se ponga así!- me dijo - Miré sus caritas, miré todos esos ojitos iluminados, miré esas sonrisas: créame si le digo que no se dan muchas veces.
Levante la mirada y comprendí.
Me estaban pagando una fortuna. Recibí entonces el mejor regalo de Navidad.
Pensé en los otros miles de ayudantes que estaban recibiendo su paga en
hospitales, en orfanatos como este, en hogares de niños, en edificios tristes y
en lugares alejados dónde la más mínima luz alcanza para iluminar a los
ángeles.
Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.
Pensé, por primera vez, en aquella noche, que el jefe no se había equivocado, y que a pesar de no darme trineo, ni barba, ni un traje rojo: me había dado el mejor trabajo del mundo.
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