Por: Manuel
Vázquez Montalban.
“Debemos
luchar contra todo y contra todos, porque somos los mejores y representamos lo
que representamos”. (Narciso de
Carreras)
Es un rumor
inicial que culmina en estrépito. Las gentes salen a los balcones a presenciar
el espectáculo de cincuenta, setenta, noventa mil personas que inundan todas
las calles y avenidas que llevan al Nou Camp. Primero han ido llegando de uno
en uno, de cinco en cinco. Ahora es un olear de cabezas agitadas por la prisa
de los pies. La gente de los balcones mantiene una sutil sonrisa en los labios:
tal vez se burlen de los que van al fútbol, tal vez los envidien. De momento,
la sonrisa les sirve para mantener una máscara de espectadores en su palco de
renta limitada, una máscara llena de civilización, de inviolabilidad de
territorio soleado y digestivo, el territorio de una hogareña tarde de domingo.
En la calle,
los coches encallados por las gentes y las gentes encalladas por los coches,
componen una fotografía. Sus movimientos se han detenido y en sus rostros puede
leerse qué esperan de esta propicia tarde de fútbol. El anciano que asiste cada
domingo para confirmarse a sí mismo que nadie ha conseguido superar a Piera,
Sancho, o Samitier; la señora casada que lamenta el corte de patillas de Fusté;
la joven emancipada que tiene incluso una teoría freudiana-heideggeriana sobre
el estar-en-el-campo de Gallego; el oficinista con cuatro años de Bachillerato
que acude al campo para dar una lección crítica a los espectadores de las
cercanías; el niño que utiliza la camiseta azulgrana como atuendo para estar
por casa y tiene en su habitación un “poster” del equipo (ese “poster”
que siempre se deja a uno u a otro de los preferidos, ese injusto “poster” que
traicionó la circunstancial lesión de Fulanito); el acuarentado hombre que
acude al campo para reñir a los jugadores y compensar lo reacios que son a las
broncas sus propios hijos… Tópico, podrá decirse. Tipología espectadora de esta
clase se ve en todos los campos de fútbol de España. Pero aguarden. No sean
impacientes. En los ojales de muchas de estas personas que avanzan hacia el Nou
Camp hay un escudo con cuatro barras rojas sobre fondo amarillo. ¿A que esto no
lo han visto en otros campos de España? Incluso algunos niños agitan banderitas
triangulares con idénticos colores. Las gentes hablan mayoritariamente el
catalán, en una ciudad en que, según últimas y cultas estadísticas, hay un 40
por ciento de castellano-parlantes. Aunque ese 40 por ciento sea engañoso,
porque precisamente ahí, junto al quiosco, entre el grupo que espera la señal
del urbano para cruzar, surgen extrañas voces de lengua no menos extraña:
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